Hay cierta creencia popular en las grandes urbes de que crecer o vivir en zonas rurales equivale a analfabetismo y, por eso, a algunos residentes de pueblos pequeños y aldeas se les llama “pueblerinos” o “paletos” a modo de insulto. Cuando oigo estas cosas mi decepción aumenta, pero no por lo que probablemente estaréis pensando: que insultar no está bien y que hay de todo en todas partes; sino porque éstas situaciones demuestran aún más el analfabetismo que hay en las grandes ciudades. Sólo quien cree que los que viven en pueblos tienen menos inteligencia que ellos son los verdaderos analfabetos.
Mi familia, a pesar de vivir en la ciudad desde hace años, tiene sus orígenes en un pequeño pueblo de Albacete llamado Carcelén. Se trata de una pequeña aldea de Almansa que cuenta con 500 habitantes, aproximadamente, donde el olor a campo aún pasea por sus calles estrechas y diminutas.
Cuando mis abuelos fallecieron, la casa del pueblo pasó a manos de sus tres hijos que no querían hacerse cargo de las reparaciones que necesitaba, así que me ofrecí a comprar la vivienda. El más reticente fue mi padre, porque le daba miedo que invirtiera dinero en una casa vieja y desvencijada, pero al final cedió y la compré. Tuve que invertir mucho dinero en sus arreglos, tanto en los que no se ven (fontanería, tejado, electricidad) como en los que sí se ven (muebles y decoración) pero hoy, por fin, puedo decir que tengo una preciosa e inmensa casa en Carcelén.
Cuando hice la reforma tenía muy clara una cosa, no quería que perdiera ese encanto tan característico de las casas de pueblo y, por eso, además de quedarme con alguna que otra cosa de mis abuelos, decoré la casa con un estilo bastante rústico. En Dismobel compré la mayoría del mobiliario, en Expormim me hice con muebles de exterior para el patio y en Borrás Hermanos compré cestas de mimbre, baúles e incluso un botellero precioso para las viejas botellas de vino de mi abuelo.
El resultado
Gastos: muchos; Beneficios: innumerables. Ahora, cada puente y cada verano mi marido y yo pasamos allí los días junto a mis hijos. Disfrutando del aire libre, de los juegos en el campo, de la comida calentita del bar del pueblo y de la paz que se respira en su plaza. Incluso llevamos dos años consiguiendo que el resto de la familia venga en Navidad a pasar el día allí. Decoramos todo y esperamos a mis padres, tíos y primos para recibirlos con un buen cocido calentito y muchos regalos.
Mis hijos adoran el pueblo, tienen amigos allí que sólo ven durante esas fechas vacacionales y el resto del año, hablan por e-mail y han aprendido a valorar lo que tenemos. Desde que vamos allí, cada año son más respetuosos con el medio ambiente y defienden la vida rural a capa y espada, de lo cual estoy muy orgullosa. Jaime, el mayor, que ya tiene 14 años, quiere hacer un trabajo de fotografía sobre Carcelén y su gente para el Instituto y me parece una idea muy acertada, la verdad.
Necesitamos que nuestros jóvenes aprendan a valorar la vida rural y olviden un poco el ordenador, la televisión y los ríos de asfalto que pueblan las grandes ciudades. Necesitan ser libres y respirar aire puro, y necesitan respetar, en general, a todo y a todos.
¿Y a ti, te gusta la vida rural?